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La escuela que volvió a ser palacio

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08.JUL.2017

Enterrada bajo años de mugre y guano, la Roca ya no mostraba su elegancia neoclásica. Una buena intervención en sus exteriores le devuelve su lugar en el entorno de Tribunales, junto al Colón y la columna de Lavalle.

La última vez que pensamos la ciudad en grande, los argentinos, fue en la década del cincuenta, con lo que el último estilo arquitectónico y el último intento de urbanismo que tiene nombre es el “peronista”. Más allá de lo que se opine de su estética, fue la última vez que el Estado y la sociedad quisieron expresar una identidad a través de un estilo. Todavía hablamos del chalet “peronista” –o californiano–, reconocemos las colonias y hospitales de la época, y podemos identificar quién hizo cierto tipo de edificio público. Después vino una suerte de estado de crisis permanente, un modernismo chambón e imitativo, una fe completa en el utilitarismo y una completa desorientación sobre qué debía transmitir un edificio, un conjunto, un lugar.

Es una pena, porque este país está sembrado de lugares que, más o menos arruinados por los especuladores y por la desorientación cultural, muestran una coherencia y elegancia expresivas de un proyecto de país. La Plata fue un tejido urbano entero pensado así y todavía hay centros urbanos por todos lados y pueblos como Uribelarrea que muestran la mano segura de un diseñador que quería decir algo. En Buenos Aires, uno de esos lugares está renaciendo de las cenizas del abandono y las intervenciones fallutas, mostrando de nuevo la potencia y elegancia de la idea original. La cosa está saliendo bien porque por una vez en la vida nadie se está haciendo el genio, nadie prioriza “dejar su marca” y se está pensando desde el respeto y el bajo impacto. Nobleza obliga, es una iniciativa del gobierno porteño que hay que destacar.

La última vez que pensamos la ciudad en grande, los argentinos, fue en la década del cincuenta, con lo que el último estilo arquitectónico y el último intento de urbanismo que tiene nombre es el “peronista”. Más allá de lo que se opine de su estética, fue la última vez que el Estado y la sociedad quisieron expresar una identidad a través de un estilo. Todavía hablamos del chalet “peronista” –o californiano–, reconocemos las colonias y hospitales de la época, y podemos identificar quién hizo cierto tipo de edificio público. Después vino una suerte de estado de crisis permanente, un modernismo chambón e imitativo, una fe completa en el utilitarismo y una completa desorientación sobre qué debía transmitir un edificio, un conjunto, un lugar.


Es una pena, porque este país está sembrado de lugares que, más o menos arruinados por los especuladores y por la desorientación cultural, muestran una coherencia y elegancia expresivas de un proyecto de país. La Plata fue un tejido urbano entero pensado así y todavía hay centros urbanos por todos lados y pueblos como Uribelarrea que muestran la mano segura de un diseñador que quería decir algo. En Buenos Aires, uno de esos lugares está renaciendo de las cenizas del abandono y las intervenciones fallutas, mostrando de nuevo la potencia y elegancia de la idea original. La cosa está saliendo bien porque por una vez en la vida nadie se está haciendo el genio, nadie prioriza “dejar su marca” y se está pensando desde el respeto y el bajo impacto. Nobleza obliga, es una iniciativa del gobierno porteño que hay que destacar.

La plaza de los Tribunales fue un espacio nuevo a fines del siglo 19, cuando la ciudad empezó a expandirse con fuerza y el Centro quedó chico. Era un andurrial de servicios, tanto que hasta había un cuartel de la milicia porteña que se hizo famoso en la revolución radical de 1890, y la plaza era más vale uno de esos “huecos” coloniales que lo hoy reconocemos como un espacio verde. Para principios de siglo, mientras se completaba la Avenida de Mayo, había energía como para proyectar otros grandes espacios públicos y la plaza del cuartel fue destinada a dos edificios simbólicos, el palacio de Tribunales y el Teatro Colón (justo donde estaba el cuartel), con una plaza en serio creada por Charles Thay. Los privados entendieron el lugar como importante, con lo que el primer palacio privado, el Miró, se alzó en el borde de la plaza sobre Córdoba y con los años el entorno se fue llenando de firmas de primera agua.

Pero el primer edificio de primera agua que se alzó en la flamante plaza fue la Escuela Roca, la “romana”, creada en 1903 por el gran Carlos Morra para la esquina de Tucumán y Libertad. Morra, italiano y marqués de Monterocheta, era arquitecto e ingeniero militar y emigró en 1881, a los 27 años. Rápidamente fue nombrado profesor en la escuela militar argentina, donde enseñaba fortificaciones, y luego terminó enseñando balística, nada menos, en la escuela naval. Su último puesto público fue breve, un par de años como arquitecto del Consejo Nacional de Educación, pero fue suficiente para que diseñara 23 edificios escolares. El resto de su vida argentina lo dedicó a la práctica privada. Para entender cómo era esta época, Morra inauguró veinte edificios escolares en un día, el 24 de mayo de 1902, todos palaciegos.

Morra era un clasicista convencido, una mano segura en los estilos “neo” tan de moda en la época. La Roca lo muestra en un momento particualarmente creativo en esos parámetros tan exigentes: el edificio es un “neogriego” –pese a su nombre popular– de un rigor exquisito. La entrada principal está comandada por un altivo portal de seis columnas, rematadas por un frontis con seis hermosas esculturas donadas por un particular (¡qué tiempos esos!) y con acróteras muy importantes. A ambos lados de esta pieza honorable y grandiosa hay dos paños de muro relativamente pequeños con columnas y ventanales también relativamente pequeños. Las columnas son realmente algo especial porque son monolíticas, de una pieza, creadas con piedra gris de Tandil. Entre sus bases, el edificio se veda con rejas en doble cruz, canónicamente clásicas. La fachada sobre Tucumán es más larga pero más modesta, repitiendo el modelo de los paños laterales sobre Libertad. Es un muro sólido, con ganas de eternidad, digno de un palacio-escuela.
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La última vez que pensamos la ciudad en grande, los argentinos, fue en la década del cincuenta, con lo que el último estilo arquitectónico y el último intento de urbanismo que tiene nombre es el “peronista”. Más allá de lo que se opine de su estética, fue la última vez que el Estado y la sociedad quisieron expresar una identidad a través de un estilo. Todavía hablamos del chalet “peronista” –o californiano–, reconocemos las colonias y hospitales de la época, y podemos identificar quién hizo cierto tipo de edificio público. Después vino una suerte de estado de crisis permanente, un modernismo chambón e imitativo, una fe completa en el utilitarismo y una completa desorientación sobre qué debía transmitir un edificio, un conjunto, un lugar.

Es una pena, porque este país está sembrado de lugares que, más o menos arruinados por los especuladores y por la desorientación cultural, muestran una coherencia y elegancia expresivas de un proyecto de país. La Plata fue un tejido urbano entero pensado así y todavía hay centros urbanos por todos lados y pueblos como Uribelarrea que muestran la mano segura de un diseñador que quería decir algo. En Buenos Aires, uno de esos lugares está renaciendo de las cenizas del abandono y las intervenciones fallutas, mostrando de nuevo la potencia y elegancia de la idea original. La cosa está saliendo bien porque por una vez en la vida nadie se está haciendo el genio, nadie prioriza “dejar su marca” y se está pensando desde el respeto y el bajo impacto. Nobleza obliga, es una iniciativa del gobierno porteño que hay que destacar.

La plaza de los Tribunales fue un espacio nuevo a fines del siglo 19, cuando la ciudad empezó a expandirse con fuerza y el Centro quedó chico. Era un andurrial de servicios, tanto que hasta había un cuartel de la milicia porteña que se hizo famoso en la revolución radical de 1890, y la plaza era más vale uno de esos “huecos” coloniales que lo hoy reconocemos como un espacio verde. Para principios de siglo, mientras se completaba la Avenida de Mayo, había energía como para proyectar otros grandes espacios públicos y la plaza del cuartel fue destinada a dos edificios simbólicos, el palacio de Tribunales y el Teatro Colón (justo donde estaba el cuartel), con una plaza en serio creada por Charles Thay. Los privados entendieron el lugar como importante, con lo que el primer palacio privado, el Miró, se alzó en el borde de la plaza sobre Córdoba y con los años el entorno se fue llenando de firmas de primera agua.


Pero el primer edificio de primera agua que se alzó en la flamante plaza fue la Escuela Roca, la “romana”, creada en 1903 por el gran Carlos Morra para la esquina de Tucumán y Libertad. Morra, italiano y marqués de Monterocheta, era arquitecto e ingeniero militar y emigró en 1881, a los 27 años. Rápidamente fue nombrado profesor en la escuela militar argentina, donde enseñaba fortificaciones, y luego terminó enseñando balística, nada menos, en la escuela naval. Su último puesto público fue breve, un par de años como arquitecto del Consejo Nacional de Educación, pero fue suficiente para que diseñara 23 edificios escolares. El resto de su vida argentina lo dedicó a la práctica privada. Para entender cómo era esta época, Morra inauguró veinte edificios escolares en un día, el 24 de mayo de 1902, todos palaciegos.

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Morra era un clasicista convencido, una mano segura en los estilos “neo” tan de moda en la época. La Roca lo muestra en un momento particualarmente creativo en esos parámetros tan exigentes: el edificio es un “neogriego” –pese a su nombre popular– de un rigor exquisito. La entrada principal está comandada por un altivo portal de seis columnas, rematadas por un frontis con seis hermosas esculturas donadas por un particular (¡qué tiempos esos!) y con acróteras muy importantes. A ambos lados de esta pieza honorable y grandiosa hay dos paños de muro relativamente pequeños con columnas y ventanales también relativamente pequeños. Las columnas son realmente algo especial porque son monolíticas, de una pieza, creadas con piedra gris de Tandil. Entre sus bases, el edificio se veda con rejas en doble cruz, canónicamente clásicas. La fachada sobre Tucumán es más larga pero más modesta, repitiendo el modelo de los paños laterales sobre Libertad. Es un muro sólido, con ganas de eternidad, digno de un palacio-escuela.

Pero ya nadie pensaba en la dignidad del edificio por la mugre que lo cubría. Lo que encontraron el equipo de restauradores y la empresa contratista enviados por la dirección general de Regeneración Urbana, que dirige Juan Vacas, del ministerio de Ambiente y Espacio Público, fue un edificio simplemente carcomido por el smog y el guano de las palomas, y arruinado por las intervenciones vagoneta y mal pensadas de antaño. El diagnóstico de las arquitectas del equipo de la dirección general encontró hasta una capa de pintura gris-celeste por encima de un revestimiento cementicio completamente arruinado. Con lo que el trabajo se definió como una larguísima empresa de decapado y recuperación del simil piedra, y una reconstrucción de lo completamente perdido o lo que se disgregaba al tocarlo.

Las esculturas fueron un capítulo aparte. Completamente cubiertas de guano, el árcido producido las estaba carcomiendo. La capa era tan gruesa, sobre todo en el pecho de las figuras femeninas, bastante abundante, que hubo que decidir parar porque no había modo de limpiarlas sin dañarlas más todavía. Menos problemática fue la limpieza de las columnas de piedra, aunque hubo que despintar las bases, con lo que se recuperó el valor visual de contraste con el edificio más claro. Al limpiar el atrio de entrada, aparecieron bajo la pintura y la roña revestimientos de piedra dolomita completamente olvidados, y en las farolas ornamentos de bronce pintados y repintados. Muchos ornamentos perdidos o completamente estropeados fueron reemplazados, sobre todo en la fachada sobre Tucumán, pero la mayoría siguen siendo los originales.

Justo enfrente del colegio se está recuperando la plaza con el expediente sencillo pero difícil de lograr que desaparezcan los estacionamientos sobre Libertad y Talcahuano, con lo que se ganan 3500 metros cuadrados de verde real (cosa rara hoy en día). El arbolado no se toca, pero se recrean los senderos, se minimiza el impacto de tanta cosa agregada y tanto equipamiento. Hasta se toma la precaución de renovar las farolas pintándolas de peltre y no de dorado, algo que ayudaba al ruido visual. Las veredas sobre Libertad también se ensanchan, con lo que va a haber algún metro más para apreciar un espacio donde el palacio de Tribunales, el Colón, la columna de Lavalle y la Escuela Roca ya no están grises y deprimentes. Nada mal.

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